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24.3.10

Risa y llanto en el Teatro Andino - César Brié


Premisa: este artículo fue escrito para una conferencia realizada en Sicilia, cuyos oradores eran estudiosos universitarios especializados en el teatro griego. Necesitaban visiones de otras realidades teatrales y me propusieron el tema: risa y llanto en el teatro andino.
No soy un profesor universitario. Nunca estudié en una universidad. Mis conocimientos son los de un autodidacta, hombre de teatro, artista comprometido en la experimentación y en la búsqueda de umbrales y espacios en los cuales el teatro pueda tener sentido.
Parte del título de esta conferencia, "Risa y llanto en el teatro andino", habla de algo que en realidad no existe: el teatro andino. Pero la otra mitad del título, risa y llanto, encuentra en el mundo andino muchísimas formas de expresión, muchísimas manifestaciones convencionales y rituales que podrían ser teatro, o que el teatro podría reunir, con esa milagrosa y rara capacidad que posee de cuestionar todo y de iluminar por un instante el lado metafísico de nuestras experiencias.
Hay muchísimas experiencias que se definen o son definidas como teatro andino. ¿Cuáles son? ¿Cómo sobreviven? ¿Dónde y cómo se expresan? ¿Qué significan? Resulta imposible analizar en detalle, en tan poco espacio, estas preguntas. Se necesitaría un largo trabajo de campo, y unificar y comparar las búsquedas de antropólogos, etnomusicólogos y artistas.
Trato solo de señalar algunas cosas.
En Bolivia existe, en la zona de Oruro, en el mismo período del célebre carnaval, una representación popular del suplicio del Inca Atahualpa por mano de los españoles. El espectáculo se desarrolla en un patio, los actores son indígenas en su mayor parte urbanizados, el idioma es el quechua y la transmisión de los guiones o textos ocurre en modo similar al modo en que los borradores "cannovaci" eran traspasados en las familias de actores que en los siglos 16 y 17, en Italia, dieron vida al fenómeno llamado Comedia del arte.
Obviamente, la representación de Oruro está del lado del Inca, y muy seguido se le agrega un apéndice que muestra la muerte bajo tormento de su asesino Pizarro. Es un pasaje que los espectadores comentan en voz alta, con una participación similar a la de una hinchada de fútbol. La muerte figurada del conquistador les desagravia, por un instante, de la exclusión secular que la presencia de los europeos ha provocado en los Andes.
Muchos de los actores son personas que no saben leer y escribir, o que apenas pueden hacerlo, y que memorizan solamente algunas partes del texto, improvisando variantes y agregados. Los que cuidan o custodian los guiones o textos, si tienen veleidades o inquietudes dramatúrgicas, o un grado de instrucción superior al promedio, agregan y reescriben las partes.
De ese modo varían poco a poco los textos, adecuándose a gustos de épocas diferentes y a diferentes sensibilidades.
Esta representación, que ocurre cada año en la localidad de San Pedro de Caracollo, cercana a Oruro, era una vez el evento en esos días, mientras que hoy, se ha vuelto una más de las distintas comparsas del carnaval. Se desarrolla en un patio, disturbada por el constante paso de las otras bandas y danzantes.
El carnaval de Oruro, la entrada campesina que lo anticipa, el despliegue de decenas de miles de personas que dedican el año a preparar este evento, las músicas, danzas, nuevos pasos, desarrollo y decadencia de vestidos y máscaras son un argumento aparte, sobre el que se ha escrito tanto y que sería imposible tratar seriamente en este artículo. Digamos brevemente, que durante tres días (y luego de una preparación de meses) decenas de miles de personas se reúnen en comparsas con trajes extraordinarios, máscaras y bailan sin cesar hasta caer. El arcángel guía a los demonios en la diablada, las chinas supay coquetean con sus cortísimas faldas, la morenada se mueve lentamente con sus máscaras metálicas y sus trajes que asemejan a gigantescos pasteles. Los incas saltan con pasos que sólo deportistas resisten, el tinku, trasplantado del campo a los estudiantes de la ciudad, ha perdido, en este contexto, su dimensión de lucha ritual y ha incorporado pasos acrobáticos. El jueves entran los campesinos, cuyas danzas han originado la mayor parte de las otras, en un carnaval menos vistoso tal vez, pero radicado más profundamente. La iglesia, que había expulsado estas danzas de las procesiones en las que se habían originado, hoy las recibe al final del recorrido, donde en una catedral abierta, curas con baldes de agua bendita, bendicen a los danzantes agotados que entran de rodillas, las máscaras en la mano y bañados de sudor y lágrimas, a hacerse perdonar pecados cometidos y a cometer en esas tres noches en las que todos los diablos andan, se desatan, de la mano de la euforia, el alcohol, la sensualidad, la alegría y la ofrenda.
En Perú existió un Teatro Incaico, con textos en quechua, que tuvo su máximo momento de fulgor y participación entre los años 30 y 40 del siglo XX. Pero este movimiento, del cual podríamos situar sus orígenes en el poema fundador "Ollanta" (probablemente de fines del siglo XVII o inicios del XVIII) me parece sobre todo un intento de dar un teatro a los excluídos de la sociedad peruana, a los indígenas, o mejor, a los indígenas que habían ido a vivir en las periferias de las ciudades peruanas.
El intento de los autores indigenistas era el de dar también a la lengua quechua un propio teatro y de favorecer la representación de los hechos y leyendas de los indígenas a través de este medio.
Porque -y este es su horizonte y límite- el teatro era considerado un medio para dar la palabra a personas y eventos que no habían podido expresarse.
"Ollanta" cuenta la historia de un guerrero que por amor se rebela al Inca y rapta a su hija. Es traicionado y aprisionado y, según las versiones, es ajusticiado o perdonado.
La construcción de este poema revela, a mi modo de ver, la mano de alguien que transfiere a la lengua quechua las estructuras dramáticas del siglo de oro español. Probablemente algún fraile o cura culto. Algunos quechuistas rechazan esta hipótesis, porque sostienen que el teatro existía desde antes en las comunidades indígenas. En realidad se trata más que nada de un deseo, que esconde un conocimiento reductivo, esquemático y fechado de lo que podemos llamar hoy teatro. Porque en el mundo andino existían, y existen todavía, muchas formas de expresión (y algunas de representación) que hoy podríamos llamar sin ninguna dificultad teatro, pero que no tenían ni tienen la forma que los inexpertos consideran "teatro". Muy seguido, los estudiosos de estos fenómenos, indigenistas y antropólogos, consideran teatro las formas asumidas y sancionadas como tal por la praxis de la escena occidental, en las cuales sin embargo, el teatro manifiesta sobre todo su propia decadencia.
Cuando estudiaba "La Ilíada" para construir uno de los últimos espectáculos del Teatro de los Andes, me asombraba la actualidad, en relación a Bolivia, de muchísimos fragmentos del poema en los que se describen sacrificios de animales o invocaciones a los dioses. Cambiando sólo algunas palabras, algunos de esos fragmentos podían funcionar como descripción de los sacrificios de animales (una cabra o un cordero, normalmente) que aún hoy se practican en Bolivia durante las ceremonias de bendición de una nueva casa.
Ciertas ceremonias y rituales del mundo griego antiguo se me presentaban como acciones que en Bolivia se practican hoy día. Usé esta constatación, en modo algo terrorista, para callar la boca a los ignorantes y nacionalistas de siempre que ponían a priori mala cara, dudando que tuviera sentido y legitimidad proponer un clásico griego en la Bolivia contemporánea.
El ejercicio de la violencia y la locura de la guerra, argumentos que analicé y sobre los cuales quise advertir a través de la Ilíada, se han vuelto desgraciadamente en estos años más actuales que nunca en el mundo entero, con el atentado a las Twin Towers, los fundamentalismos de todo tipo y la así llamada "guerrra preventiva". Y también en Bolivia, con los hechos de febrero y octubre del 2003, en los cuales protestas, revueltas y motines han dejado un centenar de muertos y hecho caer un gobierno. Sin disolver el temor que se pueda resbalar hacia algo mucho más grave: la guerra civil o el golpe de estado.
La otra parte del título de esta conferencia, risa y llanto, puede darnos otras miradas sobre el mundo andino y sus representaciones. También aquí debo advertir que no soy un antropólogo para poder describir con todas las sofisticadas herramientas y las pertinentes informaciones los eventos de representación en el mundo andino. Mi mirada es siempre la de un artista de teatro que ve o descubre, bajo la cáscara de una fiesta, de un llanto fúnebre, de un ritual, de una danza, de una lucha, de un cuento, los elementos fundacionales de ese vastísimo territorio que hoy llamamos teatro.
Los Incas y las civilizaciones sojuzgadas por ellos no enterraban a sus muertos, sino que los momificaban para luego encerrarlos en pequeños espacios llamados pucullo. El día de los muertos, se ofrecía a estas momias comidas y bebidas, se las adornaba con plumas en la cabeza y se las vestía elegantemente. Se las cargaba en las espaldas y se danzaba con ellas. Eran puestas luego en especies de altarcitos con los que se iba de casa en casa. A medida que pasaba el tiempo, diminuía la importancia dada a estas momias, y su lugar era ocupado por los nuevos muertos.
A los indígenas les parecía una crueldad enterrar a los defuntos. Toda esa tierra pesaba sobre ellos, y en los primeros tiempos de la conquista, los españoles tenían que trabajar duro para volver a enterrar los cadáveres que habían sido desenterrados en la noche por los parientes de los difuntos.
¿Qué queda de todo esto, hoy, en Bolivia? A un muerto se lo festeja, se lo recuerda durante tres años con una fiesta que dura tres días. Sucede entre el último día de octubre y los dos primeros de noviembre. Las casas donde ocurre la ceremonia se abren, y las puertas se señalan con cintas violetas y negras. Todos pueden asistir, todos están invitados. Más huéspedes visitan la casa, mayor honor para el muerto. Se prepara la habitación más grande de la casa, las sillas contra la pared para dar espacio en el medio y permitir bailar y rezar. En una mesa se colocan dulces, bizcochos, comidas y bebidas. Al fondo de la mesa o sobre la misma, el retrato del difunto parece dirigir la ceremonia. Tiene destinada una ración de comida y bebidas que nadie puede tocar. Las visitas llegan, saludan a los parientes, rezan o cantan y luego se sientan a conversar y a beber. Los niños entonan coros y van de la casa del muerto a la de otro cantando sus coplas y recibiendo en recompensa bizcochos y muchas veces algo de chicha, por lo que no es raro verlos luego, desplomarse a dormir algo borrachos en algún rincón.
El festejo aquí, no tiene un sabor edonístico, no es sólo liberación sexual y aturdimiento sonoro. Se festeja "para quitarse las penas". El júbilo nace de la conciencia de la muerte, no de su remoción, y los muertos forman parte del festejo y la zozobra.
Se danza, se bebe y se reza durante tres días. A un cierto punto el muerto aparece, regresa. nadie lo ve, pero todos notan su presencia. las personas lo sienten, la mujer, la hija, alguien de los presentes le hablará. Caerá un silencio conmovido y respetuoso, se rezará y llorará, se le hará notar cuán bella es su fiesta y cuántas personas han venido a visitarlo.
Una vez me tocó llevar a un grupo de amigos, actores italianos, a visitar una de estas fiestas. La viuda los recibió con alegría y gritaba a la foto del marido: "¨¡Mira qué honor, desde Italia han viajado para visitarte!" Cuando salimos, se había corrido la voz de nuestra presencia y tuvimos que rechazar varias otras invitaciones. Corría el riesgo de terminar con todos mis huéspedes borrachos de chicha y con una probable salmonelosis en el cuerpo.
Pero al tercer día, cuando la fiesta se cierra y se retiran los restos de comida y bebida, alguien se disfraza de cura, los hombres se casan entre ellos vestidos de mujeres, se bendice a los presentes con la escobita del inodoro. Se toma el pelo a todo y a todos, se sigue cantando hasta que las fuerzas se acaban. La fiesta de los muertos se vuelve una parodia donde se ríe de eventos y convenciones. El muerto puede quedar muerto en paz. Con él y por él se ha cantado, bailado, rezado. Ha sido recordado a través de la risa y a través del llanto.
En los mitos de Huarochirí, texto quechua recopilado por un cura "destructor de idolatrías" en el siglo XVII, a unos escasos 60 u 80 años del inicio de la conquista, se cuenta el momento en el cual el muerto decide no volver más. La viuda lo esperaba para el séptimo día, y le había preparado comida y bebida, pero el muerto no aparece. Llega recién al día siguiente y su esposa le reprocha el atraso porque la comida se ha podrido. Ofendido por el reproche, el muerto se va y no regresa nunca más. Ignoro el origen de esta historia pero sospecho que fuera un modo de transformar en leyenda o mito, la nueva realidad, y permitir a los muertos, a través de un cuento, de no volver, para no crear problemas a los vivos, oprimidos ahora por otra cultura y otra religión.
¿Por qué creo que entre los Incas y en las civilizaciones más sofisticadas que les precedieron, no existía el teatro concebido como representación de un drama? Porque poseían en lugar del drama varios y precisos rituales. Existían danzas y procesiones contra el granizo, contra la sequía, contra las enfermedades. Había yatiris (hechiceros) que interpretaban los sueños. Se hablaba con los dioses. Cada momento de la vida individual y comunitaria tenía su ritual. Había fiestas y holocaustos. Se sacrificaban vidas humanas al Sol. El teatro como hoy lo concebimos, comienza a existir cuando estos momentos, y las representaciones rituales conectadas a ellos, se apagan. Cuando la sociedad no tiene más mecanismos representativos que desahoguen, prevean, auspicien y canalizen las relaciones.
Sin embargo existía el cuento, el relato, y creo que haya sido éste, el puente entre una sociedad ritualizada y otra que ha perdido el ritual. Por la noche, luego del trabajo, probablemente alrededor del fuego, el aedo indígena contaba historias. Y estas historias se traspasaban oralmente, a través de los siglos, con variantes, enriquecidas de particulares, manteniéndose siempre vivas en la memoria de los vivos.
Tuve modo de verificarlo. Hace poco leyendo un libro de cuentos relatados por una niña aymara de once años; historias que su abuelo le había contado, (y su abuelo no sabía leer ni escribir). Me pareció reconocer uno de los cuentos. Lo busqué en diferentes libros y finalmente lo encontré. Era casi idéntico a uno de los tantos mitos recopilados en el manuscrito de Huarochirí. Así verifiqué que en el curso de casi quinientos años, la transmisión oral de padre a hijo, de abuelo a nieto, había traspasado la misma historia conservada en un manuscrito que leen sólo los estudiosos y los antropólogos. Es necesario recordar que en las comunidades indígenas quien cuenta hace todas las voces, los rumores. El cuento, como para los actores en teatro, depende de su capacidad.
Hay en el mundo andino diferentes danzas con vestidos magníficos y pasos elaborados que se ejecutan en determinados momentos del año. Muchas de estas danzas, al espectador casual o profano, parecen aburridas, monótonas y repetitivas. Y lo son, si uno asiste a ellas en calidad de espectador. Porque son danzas que tienen un sentido y función ritual, que provocan algo dentro de los danzantes. No son danzas ejecutadas para ser mostradas sino para ser vividas. Por esto tienen tan poco éxito entre los turistas, porque duran horas, y lo que hay para ver, se lo puede observar en diez o quince minutos. Incluso muchas de estas danzas se ejecutan en círculo y los bailarines dan las espaldas a quien está fuera del círculo. ¿Pero qué cosa ocurre en el círculo? Traten de danzar y tocar al mismo tiempo un pinkillo (flauta) durante horas y se darán cuenta de cómo cambia la percepción de las cosas. Así, estas danzas tienen sentido en cuanto expresan una vivencia pero no la muestran a quien está fuera.
¿Tal vez es el hecho de mostrar que disminuye lo vivido? Lo ignoro, pero sé que diferentes rituales que llevan hacia un estado de conciencia diferente, un trance, preven también un reemplazante de dicho trance, un sustituto. Si el estado de alteración de la conciencia, de percepción física superior a las fuerzas no llega, si el dios no visita ese día al danzante o ejecutor, entonces éste puede representar la posesión, fingirla. Y los demás asistentes aceptan y fingen creer en algo que es sólo la formalización, la representación precisa pero mucho menos potente del posible original. En estos casos, la representación funciona, como decimos en jergo teatral, "para salvar el día".
En la isla de Itaparica, en Bahía, Brasil, asistí a una reunión de todos los pai y mai de santo de la región, en un ritual de candombé. Todos ejecutaban su parte, tocando y danzando, esperando la aparición del dios, que se presentó imprevistamente esa noche, dentro del cuerpo de una humilde pescadora sentada en las últimas filas. La mujer, tímida, quieta y silenciosa hasta ese momento, se lanzó a la arena reservada a los santones y danzó durante horas con una fuerza increíble, sensual, fortísima. Todos los santones danzaron a turno con ella. Ninguno lograba tener su energía. A un cierto punto de la noche el dios la abandonó y ella regresó apagada y tímida como antes a su penúltima fila.En los Andes, el yatiri que invoca al Mallqu (cóndor), hace las voces del pájaro, pregunta, responde, sacude las alas. A veces tiene fuerza, a veces no. Depende si ha sido o no ha sido visitado. Pero el ritual no falla nunca. Cuando el dios (o la fuerza, dénle el nombre que quieran) aparece, todo está lleno de energía. Cuando no aparece, se utiliza una forma que sustituye su presencia, y el ritual se desarrolla lo mismo, grotesco e impresionante.
¿Podemos entonces llamar teatro a la forma conocida, los modos, los detalles ejecutados con precisión pero sin fuego? ¿Y llamar trance a la misma forma habitada por el dios? No lo sé, creo que no.
Nosotros, actores contemporáneos occidentales, hemos sentido envidia por la presencia que da el trance, y lo hemos buscado. Muchas veces con resultados deplorables, imitando fuerzas que no nos están permitidas y hurgando en culturas que no nos pertenecen. Con el tiempo nos hemos dado cuenta que parte de nuestra búsqueda estaba en otro lado. Que el teatro no podía reducirse a decir un texto preexistente, que debíamos movernos en el umbral, cuestionando nuestros conocimientos, nuestras seguridades, y así, hemos aprendido a entrenar nuestro cuerpo y nuestra voz para descubrir qué cosa pueden expresar más allá de nuestras intenciones. Hemos vuelto a valorar nuestras tradiciones y descubierto cuántas brasas encendidas hay escondidas bajo las cenizas. El teatro ha dejado de ser una sola cosa para nosotros, y los actores, hoy lo sabemos, no pueden seguir apareciendo impunemente de una matriz hecha sólo de dicción y clases de aeróbica. Hemos gastado nuestros mejores años en descubrir estas cosas y hoy tratamos de transmitirlas a nuestros alumnos, para intentar ahorrarles esfuerzos e inútiles espejismos. En fondo, un actor, es alguien que trata de arrancarse a través de formas, el presente que le quema dentro del cuerpo.
Esta relación de traspase entre teatro y ritual me apareció clara en un relato de Gabriel Martínez, el gran antropólogo chileno que fue durante muchos años también hombre de teatro. En la década del 60, junto a verónica Cereceda, su mujer, fundó un teatro en una comunidad indígena boliviana. No tenían luz eléctrica ni agua corriente, y en el lugar se hablaba solo quechua. Se encontraban por la noche, luego de las faenas agrícolas y trataban junto a los indígenas de hacer cosas "como si fueran verdaderas". Habían decidido trabajar sobre el mito del Meqalo, un personaje con cola de fuego que vigila entre las montañas y vigila el renacimiento del Inca. Los indígenas, cada noche, llamaban al Meqalo con tambores, alcohol, invocaciones y danzas. Pero el Meqalo no aparecía, porque era un mito que no tenía, o tal vez había perdido, su ritual.
Una noche subieron a buscarlo en lo alto de las montañas, donde estaban las tumbas de los antepasados. Y tampoco esa noche apareció el Meqalo. Comenzaban a intranquilizarse. Creían en una entidad que se negaba a darles un signo. hasta que una noche, algunos días más tarde, uno de los indígenas cayó a tierra, se alzó, comenzó a sacudir las alas y a correr alrededor de los otros. Todos se arrodillaron y dijeron con respeto. "Meqalo". Y él respondió: "¿Por qué me han llamado? Estoy muy ocupado. Díganme... ¿qué quieren?". Y ellos: "Queremos saber de nosotros, de nuestra vida, si nuestra vida va bien". El los tranquilizó. Volvió a correr alrededor de ellos y luego se derrumbó otra vez. Ese hombre había encontrado el modo, me contaba Gabriel, para sacarlos del callejón sin salida en que se habían metido. Había fingido ser el Meqalo y había usado las formas que conocía para representarlo. Sus compañeros lo habían seguido improvisando y le habían preguntado lo esencial. Que muy seguido, como en este caso, no puede tener respuesta.
El teatro había sustituido un ritual inexistente para dar, por un instante, forma y desahogo a un mito que desaparecía para siempre.
Debería acabar diciendo que estudio estos fenómenos para aclarame y tratar de definir una vez más, y otra y otra, el teatro que quiero hacer. Me encuentro en un espacio extraño, donde trato de unir experimentación, búsqueda y tradición, y formar actores sinceros y transparentes. Utilizo como recurso el grotesco, la yuxtaposición despiadada de trágico y humorístico. Me interesa el público en cuanto testimonio, me interesa sacudirlo, inquietarlo, hacerle reconocer en mi trabajo los rastros de su propia existencia. Busco todavía el milagro de la presencia del actor, y cuando alguno de mis compañeros por un instante lo logra, se lo agradezco largamente, porque eso me paga. Se que los cuerpos y las voces se encienden, y pueden encenderse cada día, y quisiera que en mi teatro fuera todo el presente a incendiarse e iluminar un poco más nuestra existencia.

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