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28.3.10

La cultura del naufragio - Eugenio Barba




Soplaba un viento gélido, estábamos todos muy abrigados, y un poco desilusionados. Habíamos dejado Dinamarca esperando encontrar el sol en Argentina, y hacía un frío de perros. En el aeropuerto nos esperaba Los viajeros de la velocidad, un grupo de teatro que ayudaba, lleno de buena voluntad, a Armar Danza Teatro de Silvia Pritz en la organización de nuestra gira. Apenas nos vieron, nos comunicaron que habían preparado, fuera de programa, un encuentro entre el Odin Teatret y algunos grupos teatrales de Buenos Aires.[1]
Nos reunimos en una zona alejada del centro, en un teatro construido sobre un campo de desperdicios durante la dictadura militar, en los años 70. Los militares habían mandado aplanadoras, allanado las inmundicias, esparcido toneladas de tierra y creado un hermoso parque. Sin embargo, los desperdicios sepultados allí abajo, al descomponerse, comenzaron a hincharse, a comprimir y resquebrajar la tierra, transformándose en un vasto depósito de gas, listo para explotar. Entonces los militares hicieron construir profundos pozos y altas chimeneas para canalizar el gas bajo tierra y dispersarlo en el aire.
En medio de este parque de árboles y acero, siempre durante la dictadura militar, los oficiales del ejército habían edificado establecimientos deportivos y un teatro. Cuando los militares fueron derrocados, el teatro quedó abandonado durante algunos años, y luego fue entregado a un joven para que organizara actividades barriales. Entre otras iniciativas, acogía a grupos teatrales que necesitaban un espacio para preparar sus obras, a condición de que los domingos ofrecieran un espectáculo a los niños del barrio.
Fue en este edificio sin calefacción donde nos reunimos, entre butacas de terciopelo desvencijadas y sucias en medio del fasto, ahora degradado, de la dictadura. El primer día éramos cerca de diez grupos, un centenar de personas. Fuimos aumentando día a día, al cuarto éramos alrededor de 300. Cada grupo tenía veinte minutos para mostrar fragmentos de sus espectáculos y su entrenamiento. El tiempo para la presentación oral había sido fijado en un máximo de tres minutos.
Todo esto -el parque, las chimeneas, el teatro desolado y el encuentro imprevisto- lo cuento a causa de una joven que hacía teatro sola, y que empezó su presentación así: "Yo represento la cultura del naufragio". Luego contó su historia:
"Comencé a hacer teatro en una provincia, éramos un grupo y logramos mantenernos con vida y hacer varios espectáculos durante cinco años. Habíamos soñado y realizado en grupo nuestros sueños de jóvenes en la Argentina apenas salida de la dictadura. De repente el grupo se disolvió. Fue mi primer naufragio. Fue terrible encontrarme de nuevo sola; intentando eludir el mar que había hundido nuestra pequeña nave partí para Buenos Aires. Al llegar a la capital, viví mi segundo naufragio: la soledad. He vivido solitaria, sin vínculos, carente de cualquier contexto que se enlazara con algún recuerdo mío, que evocase en mí una reminiscencia. Aquí en esta sala somos muchos los que representamos la cultura del naufragio".
La imagen del naufragio me impresionó, era algo que me concernía personalmente. Resonaba de un modo particular en mi intimidad, invadía mi pasado evocando vicisitudes y vivencias.
También yo me aferré, como un náufrago, a un despojo que los otros llamaban teatro. Lo hice para sobrevivir a una tormenta existencial, a la pérdida de la lengua, al desarraigo de emigrante, separado de los colores, los sabores y los afectos entre los cuales había crecido. La única posibilidad de mantenerme a flote era agarrarme al teatro, a una actividad que fuera reconocida y me permitiese permanecer diferente sin ser un excluido. Sobre esta balsa de la Medusa encontré a otras personas en las mismas condiciones. Esta humanidad de náufragos se convirtió en mi país.
La imagen de la "cultura del naufragio" me parece una de aquellas claves indefinibles que permiten abrir puertas y captar lo que escapa a la comprensión que procede sólo con criterios estéticos, técnicos o historiográficos. La idea de una "cultura del naufragio" permite intuir el humus que nutre una miríada de destinos, intentos, eventos y situaciones teatrales, sin fronteras y sin confines: la parte sumergida del icebeg del teatro.
Lo que nosotros llamamos teatro es un iceberg con una pequeña punta visible: los teatros célebres, las grandes instituciones, los nombres conocidos. Debajo existe una enorme masa, sumergida y sin embargo viva, que cruje y se agita, que se mueve, que incluso hace posible que la punta se desplace. Una infinidad de personas que se han aferrado a una actividad que las confronta obscuramente a un destino que rechazan, una infinidad de personas que hacen teatro guiadas por un espíritu “no razonable", frecuentemente pagando de su propio bolsillo, literalmente, usando lo mejor de sus propias energías. Aquellos que conforman la masa del iceberg son individuos solitarios, teatros desconocidos, grupos anónimos que afilan sin cesar un pequeño alfiler –su oficio- para arañar lo inevitable.
Malraux decía: comprender significa ser incapaz de condenar. Pero yo no quiero comprender, quiero tomar posición "en contra de", y ni siquiera con palabras, sino empuñando mi sutil alfiler.
Cierto, esta oposición personal a través del teatro no es violenta, es subversión mental, un vuelco total que provoca efectos en la cabeza de la gente. Pero puede también revelarse revuelta que en ciertos contextos no sólo cuesta la libertad, sino incluso la vida. Cuando eliges una determinada tradición de teatro, eliges la profesión de la intransigencia. A esto se reduce el valor de tu grupo de teatro, de tu visión, de tu quehacer.[
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En la masa sumergida del iceberg hay individualistas que bajo la coartada de la expresión artística, quieren hacer política. Hay rebeldes que, rechazando la política, se han acercado al teatro para ir mas allá del espectáculo, transcender el arte. Náufragos.
Mientras pensaba en qué quería decir, para mí, "naufragio", y volvía a masticar una y otra vez esta imagen, daba vueltas a otra pregunta que siempre me hago cuando atravieso el mar: ¿Por qué América Latina es tan importante para mí? Importante hasta el punto que, cada vez que regreso de allí es como si hubiese explorado un metro más de un territorio desconocido dentro de mí. Como si América Latina pudiese agudizar la capacidad de formularme preguntas. Y ahora, en Buenos Aires, una vez más me hallaba frente a nuevas preguntas a causa de una joven que hablaba de naufragios.
Una de las experiencias más insólitas de mi vida me sucedió cuando era marino en un barco noruego. Generalmente los noruegos tienden a navegar en invierno y a permanecer con sus familias en verano, que en Noruega es una estación estupenda. Por esto, los armadores se ven obligados a embarcar como tripulación incluso marineros de la “lista negra”, los indisciplinados, los alcoholizados o los violentos que le han pegado a un oficial. Trabajé seis meses con una tripulación salida de la lista negra. Era en 1956.
Casi todos tomaban sin parar. Habían navegado en la marina mercante noruega durante la segunda guerra mundial, y habían sido torpedeados una, dos, incluso más veces. De noche tenían pesadillas, entonces bebían y bebían, a pesar de que a bordo estaba severamente prohibido y nadie vendía alcohol. A falta de cerveza y licores, se tragaban after shave y agua de colonia. La intoxicación ayudaba a olvidar que habían naufragado, que habían sobrevivido aferrados a una balsa en la noche, en un mar ilimitado donde desaparecían uno detrás del otro, exhaustos, sus propios compañeros.
Después de haber navegado con ellos comencé a preguntarme: ¿qué es una balsa? Literalmente, en sentido estricto. Es aquello que te salva y al mismo tiempo te recuerda todo lo que te ha sido arrebatado. Una nave petrolera es la seguridad, pero su vientre, hinchado de gas y gasolina, te confronta a tu condición precaria. En cualquier momento puede transformarse en la antorcha que te abrasa.
Naufragios, naufragios. Siguiendo el hilo de mis asociaciones atravieso el Río de La Plata y me encuentro en Uruguay.
Había visitado la primera vez este país en 1986, a un año exacto del final de la dictadura, en un clima de pasión y efervescencia. El Odin Teatret participaba en un festival proyectado por algunos críticos teatrales que el año anterior, en los últimos meses de una dictadura de diez años, habían decidido romper el aislamiento cultural, el cerco de plomo de la información oficial, de la televisión de estado y de la prensa en manos de los militares. No eran muy competentes en organización, pero se habían metido en la cabeza hacer su festival y lo habían logrado. A los del Odin Teatret nos tocó como técnico Roger Mirza, un excelente crítico de Montevideo, y fue un placer ambiguo tener a disposición un experto en semiótica teatral que se sumía en profundas reflexiones con un enchufe danés en la mano.[
3]
Este grupo de intelectuales se había inventado una forma de resistencia y un modo concreto para superar los límites de su profesión, produciendo un encuentro ideado por ellos mismos, cimentado en la autogestión hasta en los mínimos detalles, como por ejemplo la limpieza de los pisos. Se estaba desmoronando la dictadura, y se percibía en Uruguay esa atmósfera embriagante que acompaña la caída de un régimen, cuando la nueva era se asoma y de pronto todo parece volverse posible. Después de 1986 volví varias veces a ese país y siempre encontré la misma atmósfera viva y estimulante.
La última vez que fui, en octubre de 1996, todo era distinto. Jamás había vivido la transformación tan radical de un país, ni siquiera durante una guerra civil, o en el horror del terrorismo. Jamás me había encontrado con una situación convertida de repente en algo tan inerte. Me hallaba frente a ojos apagados que me miraban, ausentes, como si ya no pudiesen ver.
Hablé de mis impresiones con el crítico que había sido nuestro técnico. El pasaje de la dictadura a la democracia, me respondió, se produjo a condición de que no hubiera procesos y juicios contra los militares responsables de las torturas, de los muertos, de los desaparecidos. Esta era la causa de la inercia. No quedaba otra posibilidad que olvidar. "Olvido" se había convertido en la palabra de orden. Un pueblo entero había sido obligado a olvidar.
Olvidar es un proceso fundamental para nuestro equilibrio mental, la naturaleza misma se ha cuidado de que nuestro sistema nervioso, nuestros propios sentidos olviden. Una parte de lo que nos ha ocurrido, de lo que hemos visto y vivido, desaparece del todo, y otra parte es almacenada en los profundos depósitos de nuestra mente, en el subconsciente de nuestros sentidos. Es un proceso que permite integrar orgánicamente la experiencia, transformar los recuerdos en memoria. Pero no puede ser un proceso impuesto.
En cambio, este olvido era malsano, era la consecuencia de la constricción. Según mi amigo el crítico, precisamente éste era el mal que había abatido al pueblo uruguayo.
Al principio su explicación no me resultó convincente. Así que persistí haciéndole preguntas, y él dándome ejemplos y contándome historias. Me habló de su hermano que durante la dictadura había estado seis años en prisión, como tantos otros prisioneros políticos, algunos más afortunados, otros menos. Una vez en libertad se verificaron en muchos de ellos síntomas inesperados, no sólo psíquicos, o al menos no reconocibles en seguida como tales. Se enfermaban sin que los doctores comprendieran bien de qué se trataba. A su hermano se le había atrofiado progresivamente la sección superior de un pulmón. Los médicos se habían visto obligados a sacarle un pedazo, y después otro, y ahora ya estaba en la tercera operación. Como si la tortura pudiera profanar no sólo el físico de un individuo, no sólo su sistema nervioso, sino también otra parte secreta y vital. Cuando todo había terminado, aquellos que habían sido torturados no podían evitar indefinibles enfermedades que sin embargo no parecían una consecuencia directa de la prisión o la tortura.
Sí, no estaba del todo convencido. Pero se puede comprender que los pulmones de alguien que creía en el comunismo y en la libertad se nieguen a inhalar una democracia impregnada de olvido.
Pero -continuó mi amigo el crítico- existe también otra razón para esta “enfermedad de inercia”, otra causa importante. Uruguay es un país joven. Nació hacia 1830, como consecuencia de una revuelta de caudillos. Un fragmento de Argentina se desprendió del resto y se autoproclamó país autónomo, adoptando un nombre que antes era sólo el de un río.
A principios del siglo XX, Jorge Batlle y Ordóñez, un político único, le dio una de las constituciones más avanzadas del mundo: derecho de huelga, ocho horas de trabajo para los obreros, derecho de voto a las mujeres. Ni siquiera en los países europeos existía en esa época algo parecido. Así nació y se cristalizó la consciencia de la excepcionalidad del Uruguay, un país donde todo tenía otra dimensión o sucedía de manera diferente al resto del continente, la Suiza de América Latina. Esta consciencia fue incrementada por los libros sobre la historia del país, en los cuales incluso la verdadera y propia guerra civil entre el partido de los grandes terratenientes y el de los primeros magnates industriales era presentada como una forma de alternancia democrática en el poder. Otros hechos fueron silenciados en aquellos libros, como las masacres de las poblaciones autóctonas.
Me acordé que en el festival del 86 había visto una obra de Luis Cerminara y Alberto Restuccia sobre el exterminio de los charrúas, la mayor tribu indígena del Uruguay, aniquilada en el curso del siglo XIX. El espectáculo fue ignorado incluso por la crítica progresista, y esto en el período más abierto, en la ferviente atmósfera de la post-dictadura.
La profunda convicción de la excepcionalidad de Uruguay en el panorama de América Latina -continuó mi amigo- fue bruscamente barrida con el advenimiento de la dictadura. Para nosotros, los uruguayos, un hecho inimaginable se transformó en realidad. Como si los pocos jabalíes que aún quedan en Italia tomaran el poder y se instalaran en el parlamento. Una generación entera vio la imagen de sí misma hacerse trizas.
La generación sucesiva creció en el contexto controlado de la dictadura militar que duró diez años. Cuando finalmente concluyó la dictadura, era imposible llevar a los militares responsables de crímenes a los tribunales. La imagen que habían cultivado del propio pasado impedía a los uruguayos aceptar la propia historia reciente.
Escuchando a mi amigo, el crítico, pensaba que aparte del naufragio de un individuo existe el de toda una etnia. Reflexionaba sobre las generaciones de la Alemania post-nazi que tuvieron que enfrentarse a una historia insostenible. ¿Es posible que lo acontecido se vuelva una suerte de némesis a largo plazo, un estado de precariedad permanente, un HIV, que con el tiempo se manifiesta como enfermedad implacable, abatiendo a generaciones inocentes? ¿Es posible que el pasado se vengue contaminando y transformando en el transcurso de pocos años a millones de personas, todas juntas?
Pensé, entonces, que tal vez el pasado no es algo que está dentro de nosotros, está sobre nosotros, es nuestro cielo hacia el cual, sin saberlo, orientamos la nave de nuestra vida. En el momento en que perdemos el sentido de nuestro pasado, de la relación con aquello que está sobre nosotros, el cielo se nos cae encima.
La palabra que me vino de manera espontánea fue "naufragio". La pérdida de la propia historia había permitido que en Uruguay se abismaran la fe, las creencias, la propia razón de ser, el sentimiento de tener derecho a hacer algo, a luchar, a buscar trascender los límites de las propias necesidades materiales, del propio egoísmo, necesario incluso para la supervivencia.
Eran pensamientos sueltos, que a veces comentaba con las personas que encontraba y otras con mis actores. Luego me acordé de una experiencia que había tenido un mes antes de llegar a América Latina.
Había ido a Canadá, invitado por un viejo amigo mío, director de un teatro bastante conocido. Cuando llegué, su administradora, que colabora con él desde hace veinte años, me abrazó y me dijo: "Eugenio, estoy muy contenta de que estés acá, porque podrás devolverle la fe".
¿Quién soy yo, para devolver la fe a las personas? ¿Fe en qué? Soy escéptico con las certidumbres religiosas y mí nihilismo rechaza todas las ilusiones y las ideologías del progreso. Tal vez la actitud de la cual hablaba esa señora tiene algo que ver con el estado de necesidad. La necesidad es una convicción absoluta que me obliga cada día a levantarme y no hay nada, viento o tempestad, enfermedad o familia o no sé qué otro obstáculo o razón, que me pueda impedir andar. Yo debo ir hacia aquel lugar donde me esperan las personas que para mí son esenciales, mis actores y los demás componentes del Odin Teatret. No es una cuestión de fe, es una necesidad. Es mi única realidad, lo que me hace respirar, lo que me da oxígeno. Sin ella no puedo vivir.
Hay muchas cosas que pueden mantener unida esa balsa que es un grupo de teatro. El amor, por ejemplo, es una de ellas. Hay muchos tipos de amor: por un líder carismático, por algunos espectadores importantísimos para ti, por una visión en común -aunque de verdad no creo que una convicción colectiva pueda mantener unidas a las personas durante mucho tiempo. Esta adhesión puede ser también un sano oportunismo: mejor sobre la balsa que en boca de los tiburones, incluso si se está apretado, y de vez en cuando debemos elegir a alguno de nosotros para comerlo.
Creo que lo que mantiene junto a un grupo es la capacidad de encontrar incesantemente nuevas condiciones para entrelazar colectivamente exigencias personales ineludibles. Como si algunas personas hubieran descubierto en el teatro una trinchera o una catacumba para defender su propia esencia, para hacer visible la nada sobre la cual la civilización entera está construida, para seguir el camino del rechazo. Son los individualistas insensatos que se subordinan a la paradójica disciplina del oficio teatral. A veces logran convencer no tanto por sus teorías, si no por su empeño concreto más allá de las quimeras. Por el sentido preciso y concreto de su necesidad.
La escritora americana Susan Sontag, durante la guerra civil yugoslava, se trasladó a Sarajevo. Contó que, al llegar, todas las personas que encontraba, amigos e incluso desconocidos, le hablaban del sentido de irrealidad que vivían en su propia ciudad, considerada hasta pocos meses atrás la París de la zona, y ahora asediada y fratricida. Le describían la sensación irreal de encontrarse sin agua, y tener que poner en riesgo la propia vida para llegar, cargados de ollas, hasta la fuente de la esquina. Exponerse a la muerte por procurarse con qué descargar el inodoro.
Resultaba extraño para mí su sentido de irrealidad -escribió Susan Sontag- para mí, por el contrario, Sarajevo era el máximo de la realidad.
Leyendo me preguntaba: ¿qué quiere decir esta discrepancia, el máximo de la irrealidad para los otros que se vuelve el máximo de la realidad para ella? Me respondí que la realidad está simplemente allí donde está la acción que es necesaria para ti. Para ella había sido ir a Sarajevo. Para los habitantes de esta ciudad, con la guerra civil, se les había venido abajo el cielo, era lo contrario de una necesidad, una pesadilla irreal.
La realidad es también aquel territorio oscuro que llevas dentro de ti, desconocido, pero donde te sientes en casa, donde un caballo ciego te guía y los vientos te susurran aquello que debes cumplir, y tú lo cumples. Ésta es la realidad. Fuera de este mundo oscuro lleno de susurros está la irrealidad.
¿Qué muere después de mil años? ¿Qué queda después de mil años?
Mientras en América Latina reflexionaba sobre el naufragio, había llegado a Brasilia, una ciudad que tiene la misma edad que el Odin Teatret. Su existencia fue decidida por decreto parlamentario en 1959, y un año después arquitectos, ingenieros, obreros comenzaron a construirla en pleno desierto, a 1300 km de la costa. El gobernador de la más joven capital del mundo había organizado un ciclo de conferencias sobre el nuevo milenio e invitado algunas personalidades a reflexionar sobre sus experiencias pasadas: el africano Nyerere de Tanzania, protagonista de la lucha anticolonial, el ex-presidente de Portugal Soares. Yo tenía que hablar de ética y estética en el tercer milenio.
Entre tanto, yo visitaba Brasilia, la ciudad soñada por un presidente y dibujada por un arquitecto en pleno desierto, y me parecía estar viendo otra ciudad en otro desierto. Nuestro milenio, pensaba, en realidad terminó hace más de cien años. Finalizó con Canudos, el pueblo construido y aniquilado en un panorama árido y estéril.
Al final del siglo pasado un predicador popular, Antonio Conselheiro, había inflamado de esperanza a los pobres del nordeste de Brasil, prometiéndoles la edificación de la ciudad de Dios, un lugar de justicia lejos de los abusos de los terratenientes y de las leyes de la república. Antonio Conselheiro logró llevar con él a 25,000 personas en el desierto, y allí levantaron Canudos que por número de habitantes se transformó en la segunda ciudad más importante de la región, después de Salvador.
Naturalmente el Estado y los terratenientes no aceptaron una situación semejante, y mandaron una compañía de soldados para aplacar lo que consideraban una rebelión de campesinos. La compañía fue desbaratada. Fue enviado un batallón. Incluso éste fue desbaratado. Cuatro fueron las campañas contra Canudos, cuatro años duró la guerra del Estado contra esta ciudad defendida por “fanáticos” religiosos. El ejército vino de San Pablo, miles y miles de soldados con armas modernas y cañones, y lo exterminó todo, hombres y mujeres, niños y ancianos. Así lograron expugnarla.
Nuestro milenio murió también en esta fecha, en 1896, cuando la utopía y el mito fueron destrozados. Justamente en aquellos años, en un lugar alejado de Canudos, dos hermanos discutían, y uno de ellos afirmaba: "Dios no existe". "No puedes decir esto –refutaba el otro- si Dios no existiese, entonces todo sería posible".
Sí, todo ha sido posible en este siglo: la invención de la penicilina, los hombres en la Luna, Auschwitz e Hiroshima. Todo es posible. Ha muerto también la gran utopía. Ha fallecido el mito de que es posible salvar al mundo, crear sobre la tierra una tierra más justa. Y cuando nuestro siglo ha intentado prolongar la vida de este mito transformándolo en teoría laica, científica y racional -el marxismo- sabemos cuáles fueron los resultados: gulag y horror. Nuestro milenio acaba con Canudos, con la conversación de los hermanos Karamazov. Naufraga, y dentro de este milenio que se hunde estoy también yo, que tengo la ilusión de salvarme aferrándome al teatro.
Existe el naufragio de cada individuo, de las biografías diversas e irrepetibles.
Existe el naufragio de una nación entera, obligada a olvidar.
Existe el naufragio de los mitos, de las creencias y de las utopías.
¿Qué es un mito? ¿Júpiter que se transforma en un cisne para copular con Leda? ¿Medea que mata a sus dos hijos? Pero si abro el periódico, casi cada día puedo encontrar una madre que mata a su progenie.
Uno de nuestros mitos más inexplicables habla de un hombre en busca de su identidad. Quería saber quién era, conocerse a sí mismo, tal como Sócrates nos exhorta. Se puso en camino. ¿Y qué le sucede? Asesina a su padre, se acuesta con la madre, engendra dos hijos con ella, se arranca los ojos, y su mujer-madre se ahorca. En resumen, un desastre. ¿Por qué, por qué? ¿Qué quiere contarnos este mito? Toda nuestra cultura nos recomienda: conócete a ti mismo, debes ser tú mismo. Y cuando tomas en serio este precepto y dejas que oriente tus acciones, te cae encima el cielo. El mito se revela como un ejemplo problemático, una dimensión enigmática de la existencia.
Una vez me encontré con un contra-mito. Un campesino cumplía 50 años, y quiso festejarlo. Fue a la ciudad para comprar aguardiente y buena comida para la fiesta. No volvió. La familia lo buscó durante dos días, lo encontró en el borde de una calle. Estaba sin ojos. Contó que se detuvo junto a él un auto, y cuatro personas, con voces educadas y gentiles, le anunciaron que le extirparían los ojos, eran vendedores de órganos. Se los sacaron, de hecho, según las reglas del oficio, con pericia clínica, como constataron los médicos que lo visitaron. Leí en un periódico brasileño esta historia de un Edipo al revés, de un hombre que conocía su propia identidad y quería celebrarla pero se convirtió en ciego él también.
Me he formulado tantas preguntas acerca de qué es un mito.
Si un mito muere, por ejemplo, ¿qué hacen los otros mitos? ¿Son como una familia numerosa, una especie de clan siciliano? ¿Cómo se visten, qué canciones cantan, como se comportan, cómo sufren, qué comen en la ceremonia fúnebre, mientras velan al muerto? ¿Qué “consuelo”, qué comidas y bebidas envían los vecinos y parientes?
Cuando se vela a un muerto en casa, siempre retornan las mismas historias. Siempre hay alguien que cuenta cómo a pesar de que su tío parecía muerto, y había permanecido seis horas allí, rígido, luego imprevistamente se había vuelto a levantar. Pero la persona que ha fallecido en tu casa no resucita jamás.
Tal vez sea éste el secreto del milenio que desaparece y del próximo que está a las puertas: ya no habrá más mitos. Ya no volverá a existir esta necesidad invisible que atravesó siglos de historia, una fe en una trascendencia tan real como para empujar a los individuos a ir en contra del propio instinto de supervivencia.
Cuando voy a América Latina sé que las preguntas que me asaltan por el sólo hecho de estar allí aluden siempre al futuro, no al pasado. Se refieren sobre todo al próximo espectáculo que quiero hacer. ¿Mueren los mitos?
En Montevideo, con dos queridos amigos, Lisa Block de Behar, deslumbrante teórica de literatura experta en Borges, y el poeta Carlos Pellegrino, discutíamos en torno a este misterio: ¿mueren los mitos?
Aseverábamos, debatíamos, objetábamos y al final nos hemos encontrado, riendo, con la siguiente conclusión: un mito muere y nosotros lo sepultamos, lloramos sobre su tumba, escribimos poemas y libros, y luego sentimos pasos que se acercan. A nuestras espaldas el mito ha resucitado y muestra su guiño enigmático y burlón a nuestros incrédulos hijos.

NOTAS
Traducción Ana Woolf
Este texto es la transcripción de una conferencia que Eugenio Barba dio en la Universidad de L´Aquila (Italia), el 8 de noviembre de 1996 en ocasión de la estadía del Odin Teatret con el espectáculo Kaosmos, seminarios y encuentros organizados por el Departamento de Cultura Comparada de dicha universidad. El texto fue publicado anteriormente en italiano en el libro de Eugenio Barba Il prossimo spettacolo, a cargo de Mirella Schino, Textus, L’Aquila 1999.
[
1] [Nota del coordinador] De esta reunión salió la idea de crear una alianza de grupos que adoptó el nombre de El Séptimo en referencia a una poesía del poeta húngaro Attila Jószef que constituía uno de los hilos narrativos de Kaosmos (el espectáculo que el Odin presntaba en esa ocasión en Buenos Aires).
[
2] [Nota del coordinador] En otro texto, Barcos de piedras e islas flotantes incluido en Teatro. Soledad, oficio, revuelta Barba se refiere a un ejemplo extremo de este teatro que él llama trascendente. Se trata del grupo peruano Yawar Sonko radicado en Ayacucho, la ciudad andina donde nació la guerrilla del Sendero Luminoso. Cuando Barba conoció al grupo, en 1988, estaba integrado sólo por tres actores que se empeñaban en seguir haciendo teatro en un clima de auténtica guerra civil. Dos años antes el grupo estaba formado por veinte actores. Algunos fueron asesinados, otros se fueron con la guerrilla, otros figuraban como desaparecidos y aún otros habían sido encarcelados. Cuando Barba les preguntó por qué arriesgaban tanto para reunir a cuatro espectadores los actores respondieron: “Porque aquí también tiene que poder existir un teatro normal.”
[
3] [Nota del coordinador] En este festival Eugenio Barba reencontró a Atahualpa del Cioppo y a la gente de El Galpón, a los que había conocido cuando estaban exiliados en México, en 1984. Además, conoció a Denis Stoklos (Brasil), a Nissim Sharim y Delfina Guzman (del grupo chileno ICTUS), a Claudio Di Girolamo (Chile) y a los directores uruguayos Iván Solarich (Trenes y Lunas) y Enrique Permuy (El Polizón Teatro), en aquel entonces directores del grupo La Comuna Tetro que en 1992 acturaría en el Odin Teatret, en Holstebro.

1 comentario:

Lautaro Schmidt dijo...

Uyyy me encantó su blog! Soy estudiante de Profesorado en la Escuela de Teatro La Plata. Me van a servir mucho los contenidos de su blog tanto para la carrera como para mi vida artística. ¿Puedo copiarles algunos en mi blog citándolos a ustedes?

Muchos abrazos. ¡Viva el teatro!